Por Gerardo Hiriart Le Bert

Los domingos en Temuco eran ir a misa de 11 a la Catedral (o a la de 12 al Corazón de María), donde primero el señor Uribe, luego Guido Rodríguez, Marcos Uribe y otros oficiaban misa, muchas veces encabezados por el obispo Alejandro Menchaca Lira y después por don Bernardino Piñera.

Si no llovía, lo clásico era ir a dar una vuelta a la plaza y comer barquillos. Si quedaba tiempo, ir por Bulnes a Yanisheski a tomarse un helado, seguir a la Botica “El Indio” (atendida por el doctor Croxato) en la esquina de Bulnes y Montt, comprar una tira de “Geniol” y otra de “Mejoral”, una cajita de Pepsamar para la acidez y pastillas de eucalipto para la garganta.

Detenerse a comprar el diario con doña Felicia Figueroa; los locales eran El Austral y El Sur y de Santiago el Mercurio y el Diario Ilustrado. A veces compraba el papá “El Ercilla” un tabloide de color sepia con toda la actualidad política. Casi nunca comprábamos “El Vea” porque era de muchos asesinatos. Ese día con una gran foto del Tucho Caldera que había sido fusilado. Siempre comprábamos El Estadio para ver la crónica semanal del Futbol; El Sapo Livingstone, Jorge Robledo y el Everton campeón con René Meléndez para finalmente leer ese chistoso recuadro que era el Cachupin.  Aprovechábamos de echarle un ojo a las revistas: El Peneca, Billiken, el OK con la tira de Condorito, las caricaturas políticas de El Topaze, el Zigzag, Para Ti, Selecciones del Reader’s Digest y muchos calendarios.

Luego seguíamos al mercado.

En Portales a comprar pan francés en la Franco Española o echar un ojo a los pasteles de la Rinascente; en Aldunate comprar plátanos, higos secos y una piña con el negro del Mercado. A veces alguna empanada con el gritón de la esquina. Pasar aceleradamente, sin interrumpir, entre los “canutos” que predicaban en la esquina. Comprar en la puerta del mercado un cambuchito de avellanas tostadas o de murtilla o bien uno de turrón duro de esos que partían con un martillito.

También en las afueras del mercado se compraban yerbas de todo tipo para el dolor de guata y el insomnio. También vendían atados de ramitas de Quillay para quitamanchas de la ropa y también atados de cochayuyo directamente de las carretas de los mapuches que venían de Carahue. En septiembre, a veces había digüeñes, en diciembre cerezas y al entrar el invierno, castañas y piñones. Rara vez se encontraban camarones de barro; alguna vez los comí, deliciosos.

A veces daba vueltas por el mercado el afamado Cayena, un loquito que gritaba incoherencias increpando al que se le pusiera por delante, al que le teníamos terror.

A las 12 en punto sonaba la sirena en la estación de bomberos que estaba frente al Hotel Continental en Varas. Una vuelta a las faldas del Cerro Ñielol, antes de regresarnos a Maipo. Ese Cerro que siempre quisimos como algo muy temuquense que don Manuel Montiel y don Lucho Picasso cuidaban con toda el alma en la “Sociedad de Amigos del Árbol” de Temuco.

Antes de regresar, pasar al taller mecánico de Don Camilo Zirotti (papá de mis compañeros y amigos Camilo y Guido) en Balmaceda, cerca del Cementerio, a ver cuándo iba a estar listo el auto del abuelo que le habíamos llevado a reparar.  Más de alguna vez nos tocó presenciar en Balmaceda el paso de la carroza, con cuatro caballos negros cubiertos con unos grandes velos también negros, conducidos desde lo alto del carruaje, lleno de coronas de flores blancas, por un lúgubre señor vestido de frac negro seguidos por cientos de deudos que con el sombrero en mano y mostrando el brazo de su chaqueta con una ancha franja de tela negra, propio del luto, encabezado por un sacerdote y un monaguillo echando incienso y agua bendita.

Las principales tiendas estaban cerradas el domingo. Recuerdo que la costumbre comercial de la época era que, además, el jueves por la tarde cerraban las tiendas.

Entresemana, visitamos alguna vez la casa Schütz, acompañando a la abuelita Elena a comprar telas, donde el Sr Kuhn la atendía personalmente. Las telas que compraba las envolvían en papel café y lo ataban con un hilo de bolsa que colgaba de un ovillo del techo y que el dependiente cortaba de un tirón previo nudo especial para rebanarlo.

Muy cerca estaba la Fiambrería Rendel donde se surtía mi papá de jamón, queso y tarros de conserva. (En la época el festín máximo era abrir un tarro de duraznos al jugo o hacerle un par de hoyitos a un tarro de leche condensada para chuparle el dulce manjar hasta vaciarlo). Cocoa Peptonizada Raff para la torta de la semana. Aquí se compraban los jabones de limpieza, Klenzo, Sapolio, virutilla para pasar el chancho, pasta de diente Kolynos, Jabón Rococó y Flores de Pavia.

Otras tiendas de la zona de Portales y Aldunate eran La Bienhechora y el Pobre Diablo que algo tenían que ver con los migrantes franceses. La Olleta con su imponente caballo de tamaño natural en la puerta (y que volví a ver en la casa de Neruda en Isla Negra), Massmann, la Mascota, la Notaría de don Zenobio Gutiérrez, la casa Hans Frey donde alguna vez tomé clases de piano y la Librería Gutiérrez en Bulnes, donde aprovechábamos de comprar una pluma “R” de repuesto y un frasco de tinta para el colegio (no existían los lápices de pasta y sólo los elegantes tenía una lapicera fuente Waterman). 

Creo que todos los temuquenses recordamos las elegantes casas de la Familia Picasso la esquina de Rodríguez y Caupolicán. La casa de los Palma que luego fue el Museo de La Araucanía en la Avenida Alemania. También el Colegio Inglés que fundó y dirigió por muchos años el siempre elegante Mister Chaytor, era una vieja casona al inicio de la Avenida Alemania.

Al regresar ya enfilados al Fundo, en Caupolicán (esquina Manuel Montt), estaba la Cooperativa lechera donde desde Maipo se llevaba a diario el carretón con unos 50 tarros de leche. Para nosotros era un punto muy importante. Yo ya lo conocía muy bien por dentro, acompañando a mi papá a sus reuniones. En esa época, por la calle Carrera, se formaban los carretones con caballo que repartían leche. Eran botellas de vidrio de a litro con una discreta tapita de cartón con la fecha impresa, almacenadas en cajas de a seis. Era impresionante ver durante horas esos caballos, con anteojeras, algunos con una bolsa de alfalfa colgando de su cabeza, espantando los tábanos con movimiento secos de las orejas. De allí el dicho de “estoy más aburrido que caballo lechero” 

De las interminables tardes lluviosas y frías de Temuco, en el campo, cuando todavía no aparecía la radio a pilas y transistores y solo teníamos acceso a la electricidad, para encender la radio a bulbos, cuando sobraba agua de riego para pasarla por la turbina escuchar algunas estaciones (además de los partidos de fútbol que se transmitían con la animada voz de don Julio Martínez)

En la noche era sagrada la hora del Reporter Esso. Todos nos callábamos a la hora en que daban la última noticia (en esa época era generalmente de Indochina, Dien Bien Phu)

De Temuco escuchábamos Radio La Frontera y La Cautín. Con sus programas de concursos en los que alguna vez participé. En la noche se alcanzaba a oír Radio Minería para escuchar Radio Tanda patrocinada por Perlina y Radiolina.

En el campo nos tocó la infancia sin luz eléctrica, hacíamos las tareas con velas y toda la cocina y calefacción era a leña o con aserrín.

La primera línea de teléfono llegó a la casa de los abuelos en Maipo en los 50. Los teléfonos eran casi un mueble. Se giraba una manivela y esperaba que contestara una operadora para indicarle el número.  Los números rurales generalmente tenían una letra. El nuestro era 12R2. Para recibir llamadas si sonaba dos veces era para la casa de los abuelos, si sonaba tres era para la nuestra.

En la casa de campo por supuesto que no había refrigerador. Se estilaba tener una carnicera colgando de un árbol, a la sombra, y consistía en una caja con paredes de malla, muy firme a prueba de gatos, y allí se guardaba la carne y otros perecibles. Toda una novedad, el primer refrigerador llegó Maipo recién en 1956 y funcionaba a parafina, sin energía eléctrica.

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